A medida que iba avanzando mi embarazo, dedicaba más tiempo a los preparativos para la llegada de mi primer bebé, saber que cada vez estaba más cerca la fecha prevista para su nacimiento, me hacía sentir cosquilleo de emoción. Pero, todo ese mundo idílico que había podido imaginar se tambaleó, cuando el 30 de Enero de 2007 me puse de parto con solo 29 semanas de gestación.
Para los que no lo sepáis, cuando estamos embarazadas no contamos el tiempo de gestación en meses, lo hacemos en semanas, porque nos ayuda a entender mejor lo que debe ir sucediendo y hasta cuándo.
Así que Kike (como llamo cariñosamente a mi primer hijo) nació mucho antes de lo previsto. Yo no entendía qué estaba pasando, nunca había experimentado el dolor y la sensación de las contracciones. Lo único que sí sabía, es que no era el momento, aún mi bebé no estaba preparado para nacer, pero finalmente nació por cesárea, practicada de urgencia. Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo de ser consciente de la gravedad de la situación, todavía no sé de dónde saqué fuerzas para afrontar aquello, emocionalmente fue un mazazo, ahora pienso que mi interés por leer sobre psicología, inteligencia emocional y autoayuda, me permitieron mantener la fortaleza, pero en circunstancias complicadas debemos ser conscientes de nuestras limitaciones, en algunos casos, pedir ayuda profesional es necesario para poder mantenernos estables y fuertes ante las adversidades.
Cuando por fin llegó el momento de conocerle, varios días después, ni Kike, ni yo estábamos preparados para el encuentro, verle por primera vez fue muy raro, sabía que era parte de mí pero a la vez lo sentía como a un extraño. No me permitían cogerle, era tan pequeño, estaba tan delicado de salud, tenía tantos cables y tantas máquinas alrededor, solo podía tocarle un poco a través de su incubadora, desde luego no tenía nada que ver con lo que un día pude imaginar que sería ver a mi bebé por primera vez. El sentimiento más fuerte que tenía en aquel momento era el miedo, la preocupación por lo que pudiera pasar, solo le pedía a Dios que por favor me dejara disfrutar de él… Después de casi un mes de idas y venidas al hospital, de diagnósticos y pronósticos, por fin pude tenerle en brazos, y fue entonces, ese día, cuando de verdad me sentí madre. Sentí una sensación de paz increíble, fue como si siempre le hubiese tenido conmigo, era la sensación más natural e instintiva que he sentido en toda mi vida, necesitaba sentirme así, eso me dio fuerzas para sobrellevar todo lo que vendría después. Aún tendríamos que pasar casi tres meses más de sobresaltos e incertidumbre, fue duro irme a casa cada noche dejando a mi bebé en el hospital, pero mi mente se enfocaba en los avances; cada nuevo biberón y aumento de la dosis de alimento, cada intervención quirúrgica superada, toda mi energía giraba en torno a él, solo pensaba en su mejoría y en el alta hospitalaria, refugiándome en la actitud positiva. ¿Sabéis lo de «la botella medio llena o medio vacía»? Pues yo intentaba verla siempre medio llena…
Desde el principio los médicos centraron sus esfuerzos en estabilizarle ya que peligraba su vida, una vez conseguido esto, solo habría que esperar que siguiera desarrollándose y cogiendo el peso óptimo para poder irnos a casa. Cuando le dieron el alta, fue como empezar de cero, y se abrió un amplio camino desconocido para mí, la neuroestimulación, era otra forma de ser madre.
Lo cierto es que después de mucho trabajar con mi hijo para ayudarle en su desarrollo, él me ha enseñado muchas cosas y me ha hecho mejor persona. Las madres somos capaces de dar nuestra vida por un hijo, pero si ese hijo al nacer ha tenido problemas ese sentimiento de protección es aún mayor.
Kike llegó pronto y fortaleció todos nuestros cimientos; como padres, como pareja y como familia.