Todos hemos oído la expresión de que “los niños son como esponjas”. Se trata de un símil que refleja a la perfección la curiosidad innata que manifiestan y la impresionante plasticidad cerebral que les caracteriza.
Cuando reflexionamos acerca de todo lo que podemos enseñar a nuestros hijos/as y en todas las habilidades que deseamos potenciarles… ¿en cuáles pensamos?
Los padres somos los principales e indiscutibles maestros de nuestros hijos/as respecto a numerosos aspectos de su evolución. La lista de aprendizajes en los que vamos a influirles es larga: la variedad de los alimentos, que existen muchos colores en el mundo, cómo dormir de una u otra anera, qué es un beso, por qué usamos las palabras, cómo huele una flor, para qué sirve un orinal… Pero muy especialmente vamos a ser los maestros de sus emociones.
Al igual que potenciaremos el desarrollo cognitivo, psicomotor, lingüístico, etc., deberemos fomentar también una serie de HABILIDADES EMOCIONALES necesarias para una vida plena y positiva (1):
- La empatía.
- La expresión y comprensión de los sentimientos.
- El control de la impulsividad.
- La independencia.
- La capacidad de adaptación.
- La capacidad de resolver los problemas en forma interpersonal.
- La persistencia.
- La simpatía, cordialidad, la amabilidad y el respeto.
En 1995, el prestigioso psicólogo Daniel Goleman popularizó un término que cambió la importancia otorgada a la dimensión emocional del ser humano hasta la fecha: “La Inteligencia emocional” (2). Goleman se refiere a ella como la capacidad más importante que podemos desarrollar, ya que permite utilizar correctamente todas las demás habilidades.
Pero, ¿a qué edad puede ser capaz nuestro hijo de desarrollar esta “inteligencia emocional”? Conocer algunas de las características evolutivas de cada etapa puede servirnos de ayuda:
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Desde el nacimiento el bebé es capaz de reconocer emociones positivas y negativas. Un entorno de ansiedad, discusiones y estrés le afectará negativamente, del mismo modo que estimulará emociones positivas en él un ambiente de risa, confianza y amor.
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Alrededor de los 8 meses el bebé ya identifica el significado de diversas expresiones faciales, por lo que sus propias expresiones emocionales se hacen también más conscientes. Es por ello que puede mostrar más recelo, desconfianza o miedo ante los extraños, y ansiedad si se separa de sus figuras de referencia.
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Hacia los 12 meses comienza un proceso de individualización. Se descubre como un ser independiente de los demás y aumenta su afán por actuar sobre el entorno.
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Entre los 18 y los 24 meses el niño/a desarrolla un especial interés por influir en el comportamiento de los adultos y por conseguir lo que desea de forma más activa. Es el principio de algunas oposiciones y frustraciones.
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Entre los 2 y los 3 años pueden surgir las rabietas más significativas. Aunque el niño/a ya anticipa y conoce algunas normas, le cuesta todavía controlar sus impulsos y su egocentrismo. Es a partir de los 3 años cuando comienzan a ponerse en marcha las habilidades transmitidas por sus padres (a través del modelo ofrecido y de los límites y paciencia empleados).
La maduración emocional es por tanto “una carrera de larga distancia” y comprobaremos que educar las emociones es mucho más que aleccionar y que sancionar.
Educar las emociones de nuestros pequeños comienza por revisar nuestro propio mundo emocional y el modelo que ofrecemos a los niños/as en nuestro día a día. Si somos personas con cierto autocontrol, reflexivas, empáticas, cordiales y dialogantes, adaptativas, etc. nuestros pequeños tendrán un importantísimo referente y nosotros estaremos siendo coherentes entre lo que les pedimos y les damos (3).
¿Y qué “maestros emocionales” tuvimos nosotros?
Nuestra manera de percibir, interpretar y actuar respecto a las emociones y conductas de nuestros hijos/as dependen, en cierta medida, de la educación y experiencias que cada uno recibimos en nuestra infancia, con nuestros padres y/o figuras de referencia.
Esto no significa que necesariamente vayamos a perpetuar errores pasados ni tampoco que debamos posicionarnos en el extremo opuesto a lo que recibimos en su día.
Creciendo como padres, crecemos como personas y viceversa. Junto a nuestros hijos/as tenemos la oportunidad de vivir gran número de cambios, de descubrimientos, de dudas y de gratificaciones. Si damos un adecuado espacio a la observación y a la auto-observación, aprenderemos a identificar nuestras emociones y las de los niños/as con creciente claridad y acierto. Así, iremos construyendo con ellos unos lazos y una base sólida de amor, comprensión y seguridad.
Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida. Pitágoras
Fuentes:
(1) La inteligencia emocional en niños. LAWRENCE SHAPIRO (1997)
(2) Inteligencia Emocional. DANIEL GOLEMAN (1995)
(3) Los mejores padres. JOHN GOTTMAN y JOAN DECLAIRE (1997)